Dicen que las personas, en algún momento de su vida, se detienen y reflexionan. Miran atrás, al tiempo que ya pasó, aquel que nos dejó atrás. Dicen que todo aquello que nos sucede se queda guardado en nuestra memoria y que, a veces, en nuestros pequeños momentos de debilidad, y muy humanos, afloran, emergen y son un recordatorio.
Muchos son los individuos - llamémoslos así, individuos - que inmersos en su desdén, su añoranza de algo nuevo se pierden, se distorsionan. Quizás, su propio ego, ese que te mantiene de pie cuando has sentido tu espalda torcer ante tu propio fracaso, es el que se agota. Ese ego al que todos llamamos orgullo aunque otros prefieren llamarlo tesón (aunque en realidad ese designio no viene al caso) es efímero, tal como un día vino a ti, otro día más tarde o mas temprano, desaparece, se esfuma. Es quizás aquí su ceguera.
Llamamos ceguera a la distorsión de su propia realidad, cuando su ego, su orgullo, su tesón, han desaparecido y nos creamos a nosotros mismos, un sueño. Y en realidad, no nos damos cuenta de que vivimos un sueño hasta que nos despertamos y vemos que algo, en nosotros o nuestro alrededor, no cuadra.
Es simple la ecuación de quienes cubiertos de oro (no oro verdadero obviamente, sino de su propio triunfo) y quienes en la cúspide de su autoestima, caen estrepitosamente y en ese momento son, o deciden ser, ciegos de su yo verdadero, de su situación y esa ceguera conduce a su propio final. No es la muerte quien dicta el final de la ceguera sino el despertar del sueño, que para muchos su realidad es una pesadilla. Es, la locura de una ceguera
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